Traducido por José M. Hernández Lagunes
La historia del béisbol de Tampa Bay siempre ha sido una de viajes abortados, tanto de llegadas como de partidas. Antes de que el Florida Suncoast Dome abriera sus puertas en 1990, este deporte vivía en el Al Lang Stadium, con capacidad para 7,500 espectadores y situado 10 manzanas al oriente, con vistas a las filas de barcos del puerto deportivo, donde albergaba a los St. Louis Cardinals en primavera, a varios clubes de béisbol de categorías inferiores en otoño y al efímero campeón de la Senior League, los St. Petersburg Pelicans. Una vez inaugurado el estadio… todo siguió igual (salvo la Senior League, que se disolvió al año siguiente). El Suncoast Dome, que acogió a Kenny Rogers en un concierto inaugural, sirvió de sede a espectáculos de monster trucks y al hockey mientras la ciudad esperaba y esperaba la llegada de las Grandes Ligas.
Sin embargo, como tantas otras ciudades han aprendido, Tampa demostró ser demasiado valiosa para el béisbol como para que se le permitiera tener un equipo de béisbol. Los White Sox amenazaron con trasladarse allí en 1990, antes de que Chicago aceptara las condiciones de un nuevo estadio enfrente del viejo Comiskey. El propietario de los Mariners, Jeff Smulyan, iba a trasladarse allá, hasta que se le convenció para que vendiera el equipo a un grupo de propietarios encabezado por Nintendo. San Francisco, incapaz de competir con sus vecinos de verde y oro al otro lado de la bahía, estuvo a punto de decidirse antes de que la Liga Nacional bloqueara el traslado. Minnesota y Texas hicieron ruido cuando sus estadios salieron a la venta. Tampa fue rechazada en la expansión de 1993.
Cuando los Tampa Bay Devil Rays se unieron por fin, la conversación sobre la llegada se convirtió casi instantáneamente en la conversación sobre la marcha. Tras el primer año de entusiasmo, la asistencia cayó a los últimos puestos de la Liga. En realidad, los Rays no residen en Tampa, sino en San Petersburgo, a 40 minutos en coche del centro de la ciudad, al otro lado de la bahía. De hecho, es más exacto describir a la región demográfica como Tampa-St. Petersburg-Clearwater, una zona populosa pero dispersa. En Tampa viven sólo 400,000 de los 3.2 millones de habitantes de la región. Pongan donde pongan el estadio, casi todo el mundo tendría que desplazarse desde algún lugar.
Todo esto está bien establecido—la demografía de Tampa Bay es un problema tan conocido e invicto como la altitud de Coors—pero sirve de base para la identidad del equipo y, hasta cierto punto, para su orgullo. Si Colorado ha luchado por deshacerse de sus vibraciones de equipo de expansión, los Rays las han abrazado, forasteros a la Liga, a su propia ciudad y a los hábitos arraigados del deporte. Y Tropicana Field, como se conoce ahora al Suncoast Dome, es un lugar desapasionado, con su iluminación fluorescente y sus molestas pasarelas, una especie de futurismo anticuado. Es el lugar perfecto para perder una serie de postemporada.
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Los Tampa Bay Rays de 2023 eligieron el mes equivocado para ser el mejor equipo de la década. La franquicia empató el récord de las grandes ligas al ganar 13 partidos consecutivos al comienzo de la temporada, y en su mejor momento llegó al tener marca de 27-6, cuatro partidos y medio por delante del segundo mejor récord del béisbol. La regresión, y luego las lesiones, no tardaron en derribar la Torre de Babel.
El equipo registró marca de 17-12 en mayo, con nueve de esas derrotas por una sola carrera. Y habiendo perdido ya a Shane Baz (Tommy John) y a Tyler Glasnow (oblicuo) antes de que empezara la temporada, las malas noticias parecían llegar a intervalos regulares. Jeffrey Springs pasó por su propia Tommy John el 15 de abril. El preparador Garrett Cleavinger se rompió el ligamento cruzado anterior el 8 de mayo. Drew Rasmussen fue baja para todo el año por una distensión de los flexores el 12 de mayo. Shane McClanahan finalmente sucumbió el 3 de agosto, después de perderse la mitad de julio por una contractura en la espalda. Resulta desorientador constatar la baja de Luke Raley para la postemporada, pero dado su rendimiento ofensivo—Manuel Margot abanicó a un slider tan afuera que uno esperaba que una versión antigua de él viajara en el tiempo hasta ese momento y se golpeara en la parte posterior del cráneo—al menos hay que mencionarlo.
En cada ocasión, los Rays recargaron el equipo con prospectos como Taj Bradley y selecciones como Zack Littell, porque eso es lo que hacen. Pero es casi seguro que el desgaste permitió a los Orioles, que les habían estado haciendo sombra todo el año, ponerse al día y hacerse con la división y su importantísimo bye de primera ronda.
Por insatisfactorio que sea, eso es esencialmente a lo que se redujo la temporada. Los Rays terminaron el año con el mejor picheo del béisbol, de alguna manera (90 DRA-) y el noveno mejor ataque (103 DRC+). Esos totales no reflejan exactamente el equipo que recibió a Texas, entre las lesiones y el parador en corto que no debe (y quizás nunca más) ser nombrado. Pero es una serie de tres partidos, una broma cósmica, más un castigo que una postemporada. El 25 y 26 de abril, los Rays fueron eliminados en noches consecutivas por los Astros de Houston. Anotaron una sola carrera entre el 29 y el 30 de mayo contra Marcus Stroman, Kyle Hendricks y los Cubs. La tercera vez, la equivocada, llegó en octubre. Fin.
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Los Rays volverán el año que viene, aunque cuál de ellos es siempre una cuestión de experimentación. Los relevistas Jake Diekman, Chris Devenski y Robert Stephenson son los únicos agentes libres pendientes del equipo, aunque el merecido aumento de $20 millones de dólares de Tyler Glasnow la próxima temporada, además de los otros aumentos por arbitraje programados (Randy Arozarena siendo el principal de ellos), obligará a la gerencia a tomar algunas decisiones. Los sacrificios son siempre necesarios para mantener la rueda de la nómina pre-arbitraje girando. Margot, en particular, parece probable que sea miembro de los White Sox dentro de cuatro meses.
El béisbol, como la gente en general, tiene sus pecados, pero quizá el mayor de ellos sea el orgullo. Cuando la Sabermétrica barrió por primera vez los pasillos llenos de telarañas y los cráneos del deporte, luchó contra el orgullo del conservadurismo del juego. Desde la revolución, cada oficina delantera ha tenido que luchar esa misma batalla, para encontrar lo siguiente pero sin casarse con ello, corriendo hacia adelante sólo para quedarse atascado en una nueva idea.
Puedes mirar los fracasos de postemporada de Tampa y considerar un orgullo que, a pesar de ganar tres series de postemporada en los últimos ocho viajes—los tres durante la Pachanga Pandémica de 2020–se aferren a lo que son. Ciertamente hay presión para cambiar las tácticas, reevaluar, qué viene con cada fracaso de postemporada, incluso si son sólo 18 entradas de bates helados. Pero también podría verse como un orgullo asumir que un cambio en la fórmula es necesariamente una mejora. El historial de perdedores y casi ganadores del Super Bowl en el béisbol es prueba suficiente de que la reacción exagerada, más que la obstinación, tiende a imponerse.
Los Rays volverán el año que viene, y el siguiente. Tras un cuarto de siglo de béisbol y unos ocho años sin él, Tropicana Field morirá por causas naturales justo cuando venza su patrocinio corporativo de 30 años. San Petersburgo habrá dado al equipo un nuevo hogar, física y espiritualmente aproximado al antiguo. Y en cierto modo es apropiado, porque por mucho que la franquicia haya triunfado manteniéndose por delante de la curva analítica, ese estatus ha desarrollado un poco su propia patina. El proceso se afina, pero los resultados—tanto en la temporada regular, como después de ella—se han convertido en un patrón familiar. Los Rays son lo que son, no porque tengan que serlo, sino porque quieren serlo.
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