
Traducido por José M. Hernández Lagunes
Ketel Marté agita lánguidamente su bate y mastica a cámara lenta. Aquí no hay esfuerzo inútil: está cansado. Se le nota cansado. La cuenta está 2-2, y aunque ha sido el mejor y más consistente bateador de Arizona en toda la serie, su equipo va cinco carreras abajo. Va a necesitar varios milagros para salir de esta, de varios hombres, todos ellos alguien más. Sólo tiene que trabajar la cuenta completa, llegar a la base, dar a alguien más la oportunidad de ser el héroe.
Josh Sborz también está cansado. Ya ha realizado 30 lanzamientos en este partido, 173 en la postemporada, la mayoría de ellos vitales. Se levanta, exhala y lanza el picheo ganador.
Es una curva doce-seis, y vuela tan alto que el bateador se da por vencido. También es el mismo lanzamiento que hizo para el segundo strike, y una millonésima de segundo más tarde, se da cuenta. Cuando vuelve a bajar flotando, apenitas, hacia la zona, los ojos de Marté siguen su trayectoria y entonces, antes de que toque el guante, su mirada ya se ha alejado hacia la media distancia. Su temporada ha terminado un pelo antes que la de los demás.
Sborz clava el guante en el montículo y aúlla. Jonah Heim se pone en pie de un salto. Los Diamondbacks dejan de existir. Las cámaras enfocan el júbilo y sólo se ven rastros de pérdida: el entrenador de primera base Dave McKay caminando por el primer plano, el pequeño guión de “Los Diamondbacks felicitan a los Rangers” en la gran pantalla mientras los jugadores se retuercen en la hierba del cuadro. Hay un plano de Torey Lovullo, cuyos ojos profundos están hechos para la ocasión; se pueden ver sus pupilas recorriendo la escena, memorizándola, el resto de su cara congelada.
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Las celebraciones de las Series Mundiales tienen algo de familiar, como las celebraciones al dejar tendido en el terreno al rival. Esto no pretende ser peyorativo. Hay demasiada repetición en la práctica del béisbol, demasiada memoria muscular y, lo que es más importante, demasiada fatiga. Tanto los ganadores como los perdedores se quedan sin palabras, porque ya no hay nada que decir, ni energía con la que decirlo. Un recorrido por las victorias pasadas no ofrece muchos momentos icónicos: Reggie Jackson arrollando a los aficionados en rompevientos mientras los Yankees se apresuran a la seguridad de la caseta en 1977.
Uno subestimado podría ser el de Orel Hershiser en 1988, quien coronó un juego completo de 117 lanzamientos en dos días de descanso con un ponche sobre Tony Phillips. El montón vino a por él, como tenía que ser, pero al principio el as de los Dodgers simplemente se alejó del montículo como si estuviera perdido. Josh Suchon, en Miracle Men, transcribió los pensamientos de Hershiser:
“Eso fue lo que me impulsó en el último partido”, reflexionó Hershiser. “Quería estar en el montículo. Me visualizaba tirando el último lanzamiento. No quería que me sacaran del partido. Eso era muy importante para mí“. Después de 59 innings sin anotaciones, y de llegar a la Serie Mundial, y de parecer que íbamos a vencer a los A’s, yo estaba en el montículo.”
“Quería ser el tipo que estuviera en el montículo al final”, dijo, pero estaba claro que no había imaginado, y no podía, el momento después de ese final. Es como los bordes del encuadre en una película. Finalmente, Rick Dempsey entró en acción, agarró y levantó al lanzador, devolviendo el acontecimiento a su estado natural. Pero entre medias, Hershiser estaba solo, mirando vagamente hacia arriba, tan ajeno al momento como todos los aficionados que animaban.
Es ese marco, tan rígido, apenas fuera del campo de visión, lo que hace único al béisbol. Sus reglas preceptivas y su práctica le confieren un sentido de destino; la vida real es desordenada, complicada y divisiva. El béisbol es lo bastante simple y aleatorio como para parecer una película. Recientemente en su boletín, Sam Miller (suscríbete aquí) escribió un artículo titulado “Algunos momentos te eligen”, sobre jugadores como Mike Tauchman, Ender Inciarte y Keon Broxton, jugadores cuyos equipos, posiciones y la trayectoria aleatoria de un lanzamiento o una bola bateada les permitieron estar justo al alcance de la grandeza. El baloncesto, con su balón-héroe, y el fútbol americano, con su premeditación de libro de jugadas, parecen demasiado guionizados para estos momentos finales. No es lo bastante accidental, igual que la vida real lo es en demasía. El béisbol ofrece el suficiente heroísmo, de parte de las suficientes fuentes inesperadas, para dar esperanza sin expectativas.
Pero si Sam piensa en Mike Tauchman, mi cerebro enfermo piensa en Jake Cave. Porque el heroísmo sólo es mágico si el héroe no siempre aparece.
Si el baloncesto está diseñado para poner el balón en manos de la estrella en los últimos segundos, el béisbol se inclina ligeramente hacia lo contrario. Una ronda antes, los Braves, dueños de la ofensiva más dominante de la Liga, se encontraban ante la eliminación. Pero Michael Harris II, Travis d’Arnaud y Orlando Arcia ya habían sido eliminados en un fallido rally anterior, por lo que en su lugar fueron representados en la novena por el trío formado por Kevin Pillar, Eddie Rosario (sustituto de Forrest Wall) y Vaughn Grissom. La carrera del empate estaba en base. Cayeron en orden.
Más que los demás deportes estadounidenses, el béisbol es una asignación de recursos fijos. Las sustituciones son permanentes. El número de lanzamientos no vuelve a bajar cuando te sientas en el banquillo. La temporada es larga, y la postemporada parece igual de larga, de modo que se van a utilizar todos los recursos posibles. Así es como tienes a Michael Martínez en el plato con 75 años de desesperación en juego, o al bateador emergente Don Kelly.
Pero en los últimos años, el fenómeno va más allá del desgaste básico. El béisbol de postemporada siempre ha sido una raza diferente de su contraparte estival; la gente ha lamentado durante mucho tiempo el día de viaje por televisión y las rotaciones acortadas. Pero ahora, la idea se extiende también al bateo. Los bateadores no tienen que gestionar la fatiga de la misma manera que los brazos, pero los propios jugadores se cansan, especialmente con tan pocas plazas. Los viejos trucos de los entrenadores, desterrados durante el maratón, vuelven a ser importantes cuando hay mucho en juego y los equipos están igualados. Las plantillas ya no tienen la misma elasticidad para las sustituciones, y eso se nota.
Por eso los Braves recurrieron a Grissom, tan valorado por su equipo que recibió 80 turnos en la temporada regular y cuatro en la postemporada, todos ellos ponches. O por qué los Diamondbacks, aún con una carrera de desventaja en su última contienda, entregaron las llaves a Pavin Smith, cuya temporada fue tan desastrosa que vio siete partidos de acción en la segunda mitad. Siempre ha ocurrido que la rueda tiene que parar en algún sitio. Mark Lemke y Keith Lockhart, que compartieron la segunda base de los Braves a finales de los 90s (y compartieron el mismo bate, metafóricamente), coronaron dos Series Mundiales diferentes, y el último reapareció como bateador emergente en la Serie de Campeonato de 2001. Esa última vez, en realidad caminó, pero quedó varado. Los Dodgers dieron a Steven Souza Jr. 36 apariciones al plato en la temporada regular de 2021 y luego encontraron espacio para batear con él nueve veces en octubre. Se fue de 8-1 con una base por bolas.
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Doce días después de que Grissom y los Braves cayeran, le tocó el turno a Filadelfia, que se enfrentaba al mismo déficit de dos carreras, y esta vez su avatar era Jake Cave. Esto no quiere decir que Cave sea un mal jugador; se ha labrado una carrera como jardinero reserva, sobreviviendo incluso cuando su ocupación desaparece a su alrededor. Pero gracias a su plantilla llena de toleteros, los Phillies se vieron obligados a llenar su banquillo con sustitutos defensivos, y Cave, a pesar de su carrera de DRC+ de 78, fue el más completo entre ellos. Además, es zurdo. Así que el momento lo eligió.
El lanzamiento con cuenta de 1 y 2 de Paul Sewald no fue bueno. También estaba cansado, y la barredora no barrió sino que se deslizó suavemente hacia el centro del plato. Cave realizó un swing poderoso, de uppercut, jalándola justo adentro de la línea. El público rugió y se puso en pie. Vieron cómo se desarrollaba la historia.
Pero no era más que Jake Cave, así que Corbin Carroll se deslizó por debajo con decenas de pies de sobra. Todo el mundo esperó. Un aficionado de los Phillies, en primera fila, extendió los brazos como si quisiera tirar de él hacia sí y alejarlo de Carroll, para proteger a su pelotero mediante la fuerza de voluntad. Pero no es así como funciona el béisbol, ni como funciona la física. No se puede escribir la historia. El jardinero hizo la atrapada, corriendo hacia la pila. Tiró de la cámara con él y se alejó de los aficionados de los Phillies, que desaparecieron junto con los propios Phillies: su derrota, y su pérdida, fuera de cuadro.
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