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Traducido por José M. Hernández Lagunes

Escribo esto como un nativo de Detroit (reubicado a Phoenix) que sólo había estado en el Oakland Coliseum una vez de niño (1997), antes de volver una segunda y tercera vez este año, como visor.

No recuerdo muy bien aquella primera visita. Tenía 13 años y mi madre, mi hermana y yo visitábamos a mi familia en el Área de la Bahía durante el verano. Mark McGwire jugaba sus últimos partidos con los A’s antes de ser traspasado a los Cardinals. Nos sentamos en la línea de la antesala en el primer nivel y el estadio estaba bastante vacío. Al parecer, yo llevaba una gorra de malla estilo camionero antes incluso de que las gorras de malla estilo camionero fueran populares. Tuve la suerte de conseguir una nueva gorra de los A’s ese día, y se convirtió en una de mis favoritas. El equipo volvió a ser importante y, como jugaba de parador en corto en el colegio y siempre llevaba la gorra de los A’s que compré en el 97, uno de mis compañeros empezó a llamarme “Tejada” (por Miguel Tejada, claro), lo que reforzó mi afinidad por los de verde y dorado.

Volviendo todos estos años después, para visorear una serie contra Kansas City en junio y luego de nuevo contra Seattle a finales de agosto, realmente me aseguré de apreciar todas las vistas, sonidos y sentimientos. Desde que comencé a visorear la pelota profesional afiliada en 2014, realmente no he estado en un estadio que se sintiera así.

¿Qué se siente?

Se sentía como la infancia para mí.

Se sentía como el béisbol como debe ser experimentado.

Se trataba del juego.

Recuerdo de niño entrar en el viejo estadio de los Tigres. Mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo fueron a ese estadio, que se llamaba Briggs Stadium o Navin Field, y que fue una experiencia que se transmitió de generación en generación. Se podía sentir la historia caminando por los malolientes, viejos y decadentes túneles de hormigón que conducían de las puertas a la explanada. Parecía grande, impresionante… parecía de las Grandes Ligas. Sin fanfarrias, señalizaciones eléctricas, comida gourmet ni buena iluminación, la sensación era como si te transportaras atrás en el tiempo, por un partido que no debería tener límites de tiempo (idealmente).

Esta fue mi experiencia caminando por los descansos del Oakland Coliseum. Sí, a lo largo de los años se han hecho algunas “mejoras” marginales y tal vez una nueva manita de pintura, pero en gran medida son los mismos pasillos sagrados por los que los aficionados han deambulado durante los últimos 50 años, viendo grandes equipos y grandes jugadores, leyendas en los anales de la historia del béisbol y héroes olvidados que sólo los fieles de la ciudad recuerdan.

Los urinarios eran canaletas; los descansos olían a algo viejo (y a orina) y a cerveza; las paredes estaban descascarilladas con fotos y logotipos y emblemas que databan de una época anterior a mi nacimiento; las vigas del techo estaban a la vista; había hierba mala creciendo entre las grietas del cemento de mi asiento (que daba la sensación de haber sido reconstruido con hierro y plástico barato); las líneas de visión eran únicas en un estadio que sigue siendo el único antiguo estadio multiusos que queda.

Nada era artificial, nada parecía forzado. Parecía béisbol.

El asiento no era nada del otro mundo: Estaba en la sección de visores, detrás del home, por encima del campo, viendo la acción de una manera que no recuerdo haber experimentado en los cientos y cientos de partidos profesionales a los que he asistido en la última década en las Grandes Ligas y en las ligas menores. El sistema de sonido–sólo un gran sistema de altavoces muy por encima del poste de foul de jardín derecho–reverberaba por toda la monstruosidad de cemento, llamando la atención sobre los amplios asientos vacíos. Sin embargo, el estadio no estaba vacío en su mayor parte, porque los aficionados que se encontraban allí–muchas familias y verdaderos aficionados al béisbol que pagaron un dinero duramente ganado para ver a un equipo muy por debajo de la media–lo hicieron sentir cálido y lleno. Los aficionados hablaron de béisbol, comieron cacahuetes, bebieron cerveza, comieron perritos calientes y animaron a su equipo con muy pocas distracciones. Daba la sensación de que todo el mundo estaba realmente entregado a la acción en el campo, animando más fuerte a los jugadores que al espectáculo de mitad de entrada, algo que suelo echar de menos en los estadios modernos, donde el partido parece más un espectáculo secundario. Literalmente, justo fuera del estadio, los vendedores ambulantes ofrecían ropa oficial y no-oficial del equipo, así como comida del estadio, lo que me recordó a cuando era joven y entraba en el antiguo estadio de los Tigres en Corktown Detroit. Es algo que no recuerdo haber visto en otros estadios del país.

Dejando a un lado los negocios y la política, sentí una profunda tristeza por los aficionados de Oakland. Disfruté de mi estancia en la ciudad: es acogedora, culturalmente única, con grandes restaurantes y carácter, casi pintoresca para una ciudad de su tamaño. Tal vez ya no sea un mercado lo suficientemente grande–no tengo la respuesta–pero todos los habitantes de Oakland con los que me crucé en mis viajes profesaban su amor, tristeza y rabia por la desaparición del equipo y su eventual traslado: se podía sentir el dolor y yo también lo sentía mientras estaba sentado en mi asiento en aquellos partidos.

No tengo una buena forma de resumir la marcha del Coliseum o de los A’s y lo que ha significado para Oakland y la comunidad en general, porque no crecí allí y muchos otros ya lo han expresado mejor. Recuerdo, sin embargo, lo triste que me sentí al ver a los Tigers trasladarse a unas manzanas de distancia a un nuevo estadio que abandonaba la historia, el carácter y el encanto que me llevaron a amar el béisbol (y a dedicarme a él) durante toda mi vida.

Sólo fui un visitante, durante unos pocos partidos, pero el Coliseum de Oakland tenía un encanto que recordaré con cariño el resto de mi vida. Como decía el recién fallecido James Earl Jones en Field of Dreams, la nostalgia era tan intensa que necesitaba quitármela de la cara para poder ver el partido.



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