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Traducido por Carlos Pérez

En un invierno de hace un siglo, un joven y de otra manera anónimo cadete militar llamado Franz Xaver Kappus escribió a un ex-estudiante de su escuela, el poeta Rainer Maria Rilke. Kappus dedicó su vida extracurricular a escribir y editar, y aunque su trabajo ha sido olvidado casi por completo, la correspondencia que recibió de Rilke se convirtió en un tratado famoso sobre la creación y la filosofía del arte, titulado Cartas a un joven poeta.

Lo que sigue es el párrafo introductorio de su primera carta, después de haber recibido y leído la poesía del joven soldado.

17 de febrero de 1903 – París

MI ESTIMADO SEÑOR,

Su carta me llegó hace apenas unos días. Quería darle las gracias por su gran y sincera confianza. Apenas puedo hacer más. No puedo llegar a la naturaleza de sus versos, porque toda intención crítica está lejos de mí. Nadie puede acercarse a una pieza artística con palabras críticas: siempre producen malentendidos más o menos felices. Las cosas no son tan comprensibles y expresables como a uno le gustaría creer; la mayoría de los eventos son inexpresables, y toman lugar en un ámbito en el que ninguna palabra ha entrado jamás, y más inexpresables que cualquier cosa son los trabajos artísticos, existencias misteriosas de la vida que, mientras la nuestra se agota, perdura.

Es un sentimiento que podría haber sido escrito ayer. Uno de los argumentos más antiguos y persistentes que empuñan los atletas contra el cronista deportivo es que “nunca han jugado profesionalmente”. Es la versión original del chiste del bloguero en el sótano, una forma simple y efectiva de mantenerlo a raya; y aunque Rilke lo demostró en unas pocas frases, es también una batalla que se remonta a siglos, sobre el papel y el poder de la crítica. Los poetas y los críticos buscan el favor del público; el artista retrata al crítico como un ciudadano de segunda clase, esas almas envidiosas que no pueden hacer lo que él hace; mientras el crítico puede simplemente matar al autor y hacer suya la creación, diciéndole a la gente cómo sentirse.

Lo que dice Rilke, de manera casi más apropiada para el atleta que para el poeta, es que el lenguaje, la herramienta principal del crítico, es inútil: no puede describir la verdadera belleza del arte. Solo sirve para imitar, para escribir describir la acción de los jugadores como si se transcribiera el movimiento de las sombras por la pared de una caverna. La alquimia real de la creatividad, el don verdadero del atleta está más allá de los críticos. Ellos nunca pueden saber qué se siente realmente cuando se está en el montículo, o cuando se batea un jonrón, ni siquiera la emoción visceral de vivirlo de primera mano. Hay una fina línea de esto a la caricatura convencional del crítico como una persona arrogante e influyente, atándose a sí mismos al talento, en un intento de convertirse en necesarios.

Hay un peligro en esta corriente de pensamiento; la idea de que solo aquellos que han hecho algo pueden entenderlo no se traduce muy bien a los médicos, o a los abogados, o a los padres. Y aunque los cronistas deportivos quizá no hayan tenido acceso a los procesos mentales y a las motivaciones de los atletas, y estén condenados hasta la eternidad a preguntar “¿Cómo te sientes?” en tristes y sudorosos vestuarios, hay otras alternativas. Podemos medir sus resultados, desde los ángulos de lanzamiento hasta los rangos de alcance, y encontrar verdades sin su ayuda. Así que los analistas y los escritores de ligas de fantasía están a salvo, probablemente. Pero la pregunta sigue ahí para el resto de nosotros: ¿podemos entender en verdad el juego? ¿O solo una copia de él?

***

En el prólogo de sus memorias I Never Played the Game, el antiguo comentarista Howard Cosell debate esta visión con los mismos contraargumentos empleados por el primer crítico verdadero, Platón, 2400 años atrás. Los deportes, declara Cosell, como Platón hizo con las artes, contribuían a la perdición de la sociedad. Él veía a los Deportes, con D mayúscula, como una fuente de corrupción, inmoralidad y engaño, flotando en su legítima, pero contradictoria bondad, como una búsqueda y como un respiro. Cosell enunció los males que infectaban a la juventud de América, el Síndrome de los Deportes:

  1. El juego es sacrosanto: un ritual físico y casi religioso de la belleza y el arte.
  2. Solo aquellos que han jugado profesionalmente pueden entender y comunicar su belleza.
  3. Todos los atletas son héroes, incluso ejerciendo algunos como tutores en los hogares de América.
  4. Ganar no lo es todo… ¡es lo único que importa! (¡Algo que Vincent T. Lombardi nunca dijo!)
  5. El deporte es Camelot. No es un lugar para la verdad: solo para escapar, para refugiarse de la vida.

Lo que Cosell criticaba no era la belleza intrínseca del deporte, la cual apreciaba (siguió deportes amateurs después de que su desdén por el nivel profesional mitigara), sino el poder que los propietarios extraían tras convertir en mitología el juego, y controlar lo que significaba el producto.

Las memorias de Cosell son acertadas, amargas, y proféticas. Su desilusión nació principalmente del boxeo, el deporte más glamoroso de su era, y el que la corrupción de su tiempo presagió de manera más acertada el estado actual de los deportes. Pero Cosell aprendió rápidamente que incluso los críticos tienen críticos, y su carrera como comentarista terminó poco después de la publicación de su libro. A los comentaristas, al final, se les paga para que sean más poetas que críticos. Y a aquellos que fracasan en su intento de alcanzar un nivel de poesía se les paga para perpetuar el mito, como mínimo. En su última década, Cosell fue más lo segundo que lo primero.

***

Este, por supuesto, es el poder de los críticos, y el punto decisivo de la balanza de poder entre los poetas y los críticos del deporte moderno: el atleta y los medios. Podría parecer, en la era del blogger no asalariado y las redes sociales y The Player’s Tribune, que el atleta finalmente ha ganado la batalla. Pero uno no tiene que echar la vista muy atrás para ver el destino de estrellas como Alex Rodriguez, y Barry Bonds y Kevin Brown y otros que han forcejeado con los caprichos del destino.

Los deportes, y especialmente el béisbol, con su repetición y su individualidad, están considerados más una ciencia que un deporte. Después de todo, los deportes tienen algo que el arte nunca tendrá: un consenso verificable de lo que significa la victoria. Eso parece aliviar la espada del crítico. Pero mucho de lo que tiene lugar en la pasión deportiva no tiene que ver necesariamente con ganar, sobre todo con victorias del pasado; considere el trabajo de Dick Allen o Lou Whitaker, o la temporada de premios anuales. Incluso aunque sean declarados literalmente campeones, pasamos los días debatiendo lo que significan. No podemos evitarlo.

Lo cierto es que la batalla no se acaba, solo se ha vuelto más complicada. La polarización y la tribalización de la América contemporánea ha llegado hasta el deporte, forzando al aficionado a elegir una de las cada vez más facciones. La afición siempre ha sido un ejercicio de disociación: entre equipos y jugadores en la era de la agencia libre y el béisbol de fantasía, entre multimillonarios y millonarios, las lealtades cruzadas de las conferencias y las rivalidades y las rivalidades de las rivalidades. Añada a eso la presencia extendida del atleta como una persona real y un actor moral, y las ramificaciones políticas de su bienestar individual y colectivo, los gustos y hábitos electorales de cada persona y cómo les afecta cada momento. Y una vez más, añada la manera en la que consumimos estos deportes, la elección de los cronistas y cómo vemos a través de sus lentes, las tribus de peñas y coaliciones en internet y en las tertulias televisivas. A veces da la impresión de que no hay ningún control sobre qué es en realidad el deporte.

***

En 2012, el autor y crítico Daniel Mendelsohn escribió un ensayo en el New Yorker sobre su profesión: los críticos estaban a la vanguardia de sufrir los efectos del cambio en la publicación, incluso antes de los escritores y los editores. Además, había un ataque creciente sobre la práctica de la crítica negativa en general. Como cada vez más había más creaciones, la mejor forma de crítica negativa, en particular para los libros y la música, se consideraba la omisión; ridiculizar un libro en específico se veía más como una satisfacción para el crítico que para el lector.

La defensa de Mendelsohn es que la última acusación es completamente cierta; la crítica es mejor cuando el objeto en cuestión es más importante que el lector. No debería ser una sorpresa que un ensayo del New Yorker apoyara la idea del valor de crear tendencias, pero más que nada, él declara que la habilidad para ser un crítico es tan rara como la del propio artista: contrario a la opinión popular, no todo el mundo es un crítico. En la era de los comentarios de Amazon y las clasificaciones de la gente, basadas en algoritmos, el verdadero valor de la crítica se ha perdido: no decirle a la gente si algo es bueno o malo, sino enseñarle cómo crear significado a partir de él. En este sentido, los críticos y los artistas son en realidad lo mismo; la crítica es la creación de arte usando piezas de arte.

En la última carta de Rilke a su joven amigo poeta, concluye con la siguiente gran frase:

El arte también es solo una forma de vida, y aunque cada uno viva a su manera, uno puede prepararse inconscientemente para el arte; de tal manera que uno está más cerca y más familiarizado que en irreales profesiones medio artísticas, las cuales, aunque finjan algo de proximidad hacia algún arte, en la práctica ocultan y atacan la existencia de todo arte, como lo hace por ejemplo el periodismo y lo hace casi toda la crítica y tres cuartas partes de lo que es llamado literatura.

Es cierto que la crítica puede perderse en los efectos de su trabajo, para acabar envuelta en la creación de reyes y la difusión de la sabiduría que una persona puede acabar alejada de la verdad del mundo; miren a Skip Bayless, cuyas opiniones no cuentan con el peso de los hechos. Pero también es una acusación nivelarlo hacia el artista, particularmente cuando hay dinero en juego. Esta era la preocupación de Cosell: que los propietarios avanzaban en su habilidad de monetizar la confianza que los aficionados habían construido en el deporte, su lealtad manifiesta.

En cuanto a la crónica deportiva, y al béisbol, el valor de la crítica puede coexistir con el valor intrínseco de los deportes. Algunos quizá no necesiten crónicas deportivas en absoluto; pueden ver los partidos, mirar los resultados, y estar satisfechos. Pero para el aficionado moderno, esto raramente es suficiente; la narración y el propósito están tan unidos a nuestros conglomerados de empresas-atletas para conocer el qué del béisbol sin el por qué.

Al final, toda afición es creada por uno mismo. El béisbol puede existir y existirá con o sin usted, el aficionado individual. Los vínculos que usted crea y los sentimientos que extrae de los procedimientos son suyos por completo, para tomarlos como usted crea conveniente. Usted quizá no haya agarrado un bate desde las ligas infantiles, y quizá no conozca, de primera mano, cómo se sienten los jugadores y cómo piensan en un determinado momento. Pero eso solo importa si usted quiere hacerlo. Puede ser una expresión de su lealtad, o de su opinión política, o un reflejo de sus habilidades de predicción. El béisbol es insignificante más allá de cualquier significado que quiera darle. Usted es el crítico. El juego es suyo. Haga con él lo que le plazca.

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